viernes, 28 de marzo de 2014

La consumación



Escucho el sonido punzante de las olas golpeando contra las rocas del risco. Es un estallido estrepitoso que luego del impacto desciende con languidez, retrocediendo mar adentro. También escucho a las gaviotas volando sobre mi cuerpecito semidesnudo que recostado sobre el césped, se entrega a la apertura sensorial producto de una caminata de casi cuatro kilómetros bajo un sol de treinta y cuatro grados punto seis.
El calor se revela en mi piel a modo de un hormigueo constante, irritable. Es el mismo hormigueo que sentí cuando supe que mi padre estaba muerto. Durante toda mi vida lo busqué, y cuando di con su paradero ya hacía tres años que había dejado de existir, para el mundo. Para mi nunca existió. Nunca supe como fue el abandono, tampoco el por qué .
Mi madre siempre evadió magistralmente todas las respuestas que le reclamaba. De todas formas yo era muy pequeña y no le cuestionaba demasiado, como luego lo hice durante mi adolescencia cuando ella ya había dejado de existir. Me abandonó cuando tenía once años. Fue una tarde parecida a esta, calurosa y húmeda.
Tomó un cóctel hecho con sus medicamentos que casi a diario tomaba de manera medianamente sistemática. Tomaba en función de cómo se sentía ese día. Y así fue que un día ingirió un cóctel y se quedó dormida.
A partir de ahí pasé por distintos hospicios. Larga es la historia.
Una gaviota desciende a dos metros de donde estoy. Camina un poco y se detiene. Mueve su cabeza con un movimiento resuelto y preciso, como los movimientos de una bailarina de ballet. Repite la secuencia hasta llegar casi al borde del risco. Su desplazamiento es toda una danza que finaliza con sus patitas despegando de la tierra. Vuelve con los suyos. Me pregunto si ha de existir diferentes guetos entre las aves. Seguro que si, hay tantas clases de pájaros como de personas. Me pregunto si en el mundo de las aves también habrá jerarquías. Quizá sí, el más fuerte domina. O el más manipulador. Si es que los animales pueden manipular. Seguro que de alguna forma lo hacen. ¿Cómo será la relación entre un gorrión y un halcón? ¿Como se llevaran una calandria y un benteveo?
Cuando trabajaba cortando el césped en barrios privados conocí a una jardinera portuguesa que lo sabía absolutamente todo sobre las aves. Era una verdadera experta. Incluso conocía sobre la mitología y la evolución de las especies. Sabía todo lo relacionado al mundo de la aves. Lamentablemente no le di mucha importancia a lo que me contó. En aquellos días hacía demasiado calor como para que yo prestara atención a algo. Siempre me pasa. Cuando es así, mi sistema nervioso colapsa y se enciende el piloto automático.
Me gustaría tener a aquella jardinera aquí mismo para despejarme de algunas dudas. O simplemente para tener una compañía, frente a este paisaje esplendoroso.
Mis pulsaciones están bajando. Mi respiración se estabiliza. El sudor sobre mi cara y cuello me refrescan cada vez más. Está cumpliendo con su debida función, pienso. Al fin y al cabo caminar casi cuatro kilómetros a las dos de la tarde con treinta y cuatro grados punto seis de temperatura no es moco de pavo. Y menos cuando uno pasó ya más de tres décadas en la tierra. Aunque escuché por ahí que los que más padecen el agobio del calor son los niños y los ancianos. ¿Eso quiere decir que entre los doce y los sesenta años uno es más fuerte? ¿O menos débil? No se.
Pienso. Estar acostada en el pasto, sobre este risco, me hace pensar. La brisa, aunque tibia, también me ayuda a pensar. Es algo que me empuja, que me invita a la reflexión. Pero no acepto la invitación. Me levanto y camino hasta el borde del risco. Miro abajo, hacia las rocas que están en la orilla. Parecen filosas. Una parvada de gaviotas se posan encima. Cierro los ojos, el viento refresca mis partes con sudor. Las olas son cíclicas, como los periodos de mi vida. Rebotan en la orilla y vuelven, en un vaivén. En mi piel ya no siento el hormigueo.


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