lunes, 31 de marzo de 2014

Alguna vez

Todos necesitan llenar huecos en su vida. Los actos cotidianos de la realidad ordinaria no son suficientes. A decir verdad, ni siquiera son.
Hay momentos que parecen estar dentro de un ensueño. Son momentos en los que el cerebro ya no aparece resguardado detrás de una vitrina. Está detrás de la vitrina, pero también, en simultáneo, al costado. Al margen. Con una vista privilegiada. Ya no es una apreciación parcial de las cosas.  Ya ni siquiera es una apreciación.
Él sabe que todo es una excusa más para olvidar el final. El abrupto final de lo que él cree que es la posibilidad de ser. La posibilidad de valer algo. De estar en algo. De estar.
El geriátrico en el que se encuentra actualmente no es un lugar ingrato para él. Recibe la atención que cree merecer. Cuatro comidas por día, sabanas que se lavan una vez a la semana, paseos por el parque, el vasito con píldoras de numerosos colores: rojo, azul, verde, blanco, rosa. De vez en cuando alguna salida al Parque Japonés o a los Bosques de Palermo. Todo parece ser como alguna vez lo imaginó. No como lo soñó.
Desde que falleció su esposa, él mismo no puso impedimentos para evitar el geriátrico, como antes tantas veces lo había rechazado. Su familia tomó principalmente la decisión, de todas maneras.
Llenar huecos, eso piensa en este momento. Mientras la enfermera más antigua del lugar, se pasea balanceando su culo gordo. Entonces piensa que ya no va a ser posible llenar esos huecos. Esos espacios delimitados. Donde todo parece tomar velocidad. Siendo así una suerte de caída vertiginosa, desde un no lugar.

No va a ser posible el reencuentro con la mujer que ama. No va a ser posible que el devenir de las cosas gire sobre su sentido y todo vuelva a ser ensueño. Como alguna vez creyó soñarlo. Como alguna vez creyó.


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viernes, 28 de marzo de 2014

La consumación



Escucho el sonido punzante de las olas golpeando contra las rocas del risco. Es un estallido estrepitoso que luego del impacto desciende con languidez, retrocediendo mar adentro. También escucho a las gaviotas volando sobre mi cuerpecito semidesnudo que recostado sobre el césped, se entrega a la apertura sensorial producto de una caminata de casi cuatro kilómetros bajo un sol de treinta y cuatro grados punto seis.
El calor se revela en mi piel a modo de un hormigueo constante, irritable. Es el mismo hormigueo que sentí cuando supe que mi padre estaba muerto. Durante toda mi vida lo busqué, y cuando di con su paradero ya hacía tres años que había dejado de existir, para el mundo. Para mi nunca existió. Nunca supe como fue el abandono, tampoco el por qué .
Mi madre siempre evadió magistralmente todas las respuestas que le reclamaba. De todas formas yo era muy pequeña y no le cuestionaba demasiado, como luego lo hice durante mi adolescencia cuando ella ya había dejado de existir. Me abandonó cuando tenía once años. Fue una tarde parecida a esta, calurosa y húmeda.
Tomó un cóctel hecho con sus medicamentos que casi a diario tomaba de manera medianamente sistemática. Tomaba en función de cómo se sentía ese día. Y así fue que un día ingirió un cóctel y se quedó dormida.
A partir de ahí pasé por distintos hospicios. Larga es la historia.
Una gaviota desciende a dos metros de donde estoy. Camina un poco y se detiene. Mueve su cabeza con un movimiento resuelto y preciso, como los movimientos de una bailarina de ballet. Repite la secuencia hasta llegar casi al borde del risco. Su desplazamiento es toda una danza que finaliza con sus patitas despegando de la tierra. Vuelve con los suyos. Me pregunto si ha de existir diferentes guetos entre las aves. Seguro que si, hay tantas clases de pájaros como de personas. Me pregunto si en el mundo de las aves también habrá jerarquías. Quizá sí, el más fuerte domina. O el más manipulador. Si es que los animales pueden manipular. Seguro que de alguna forma lo hacen. ¿Cómo será la relación entre un gorrión y un halcón? ¿Como se llevaran una calandria y un benteveo?
Cuando trabajaba cortando el césped en barrios privados conocí a una jardinera portuguesa que lo sabía absolutamente todo sobre las aves. Era una verdadera experta. Incluso conocía sobre la mitología y la evolución de las especies. Sabía todo lo relacionado al mundo de la aves. Lamentablemente no le di mucha importancia a lo que me contó. En aquellos días hacía demasiado calor como para que yo prestara atención a algo. Siempre me pasa. Cuando es así, mi sistema nervioso colapsa y se enciende el piloto automático.
Me gustaría tener a aquella jardinera aquí mismo para despejarme de algunas dudas. O simplemente para tener una compañía, frente a este paisaje esplendoroso.
Mis pulsaciones están bajando. Mi respiración se estabiliza. El sudor sobre mi cara y cuello me refrescan cada vez más. Está cumpliendo con su debida función, pienso. Al fin y al cabo caminar casi cuatro kilómetros a las dos de la tarde con treinta y cuatro grados punto seis de temperatura no es moco de pavo. Y menos cuando uno pasó ya más de tres décadas en la tierra. Aunque escuché por ahí que los que más padecen el agobio del calor son los niños y los ancianos. ¿Eso quiere decir que entre los doce y los sesenta años uno es más fuerte? ¿O menos débil? No se.
Pienso. Estar acostada en el pasto, sobre este risco, me hace pensar. La brisa, aunque tibia, también me ayuda a pensar. Es algo que me empuja, que me invita a la reflexión. Pero no acepto la invitación. Me levanto y camino hasta el borde del risco. Miro abajo, hacia las rocas que están en la orilla. Parecen filosas. Una parvada de gaviotas se posan encima. Cierro los ojos, el viento refresca mis partes con sudor. Las olas son cíclicas, como los periodos de mi vida. Rebotan en la orilla y vuelven, en un vaivén. En mi piel ya no siento el hormigueo.


***





martes, 25 de marzo de 2014

*Fragmento de una proto-nouvelle aun en periodo de gestación.


  • En la escuela, cuando cursaba el cuarto grado vi a un chico perder un ojo.
  • Su grito se adhirió a mi memoria inexorablemente.
  • El chico se recuperó, pero jamás volvió a pisar esa escuela.
  • Ni a ver del lado derecho.


  • Lo mio fue mas leve, una vez me rompí un diente en el recreo, ipso facto me llevaron a un odontólogo que tenía su consultorio a la vuelta de la escuela.
  • Era el dentista oficial del colegio.
  • Dos veces por año iba personalmente a hacer la revisión de las dentaduras de los alumnos.
  • Lo paradójico en los dentistas es que cuando terminan la revisión te regalan una golosina.







sábado, 22 de marzo de 2014

Poema 064522

Me resisto a creer que todo se apagará
me resisto como una babosa
se resiste al contacto con la sal
me resisto como el Sputnik
se resiste a abandonar el vacío
Después de todo
el trazo adyacente
que me marca
se vió bifurcado hasta
algún punto no tan preciso


Seis y ocho de la mañana
en un sillón desvencijado
tan así como estos días


La cadena del inodoro suena
como si fuera el único sonido
del mundo
la cortina se corre
sobre el óxido
de un metal
que no
conozco
Los planetas siguen su curso
sin reparar en
algo
las personas también


Nos lastimamos hasta
la risa que
desborda de la pirámide
oblicua, oligoide, déspota


Mi único propósito con
presente menjunje
será caminar por el
no trazo
evadir la vereda
correcta
obligar con un chumbo
si es necesario
a no detenerse en
medio del andurrial tumefacto
que nos
señala la huella
con su farola de neón