martes, 21 de abril de 2015

Doce inyecciones

Tenía 12 años. Era verano y me encontraba en la casa de un amigo. Estábamos en su cuarto escuchando Black Sabbath y bebiendo el Cynar de su padre. Claro que sus padres no se encontraban en la casa. Así que sin pudor alguno saboteamos la heladera y nos preparamos una jarra de jugo de naranja, a la cual le agregamos un tercio de la botella del aperitivo. También entramos al cuarto de sus padres y hurtamos algunos cigarrillos que su madre guardaba en la mesita de luz. Cuando la abrimos, noté que tenía unos seis o sietes cartones de Le Mans. Menuda fumadora la madre de mi amigo. A mi particularmente no me gustaban esos cigarrillos, prefería los negros tipo Parisiennes o 43/70, pero en época de guerra…
Mi amigo decía que su madre siempre llevaba la cuenta de los atados que sacaba por día por lo que se daría cuenta del hurto, y al primero que lo acusaría sería a él. En fin, logré convencerlo para que sacaramos un atado entero. Volvimos a su cuarto y decidimos sacar su centro musical al patio. Era un día estupendo. El sol estaba fuertísimo, pero el viento calmaba el calor.
Eran las cuatro de la tarde y para cuando nos dimos cuenta la jarra ya se había terminado. Así que mi amigo empecinado en seguir bebiendo, dijo que fuéramos al estudio de su padre, allí guardaba whiskys y demás bebidas fuertes.
Era la segunda vez que yo entraba a la oficina de su padre. Era muy elegante y era todo de madera; los muebles, las paredes, el techo, el piso, todo madera. Había un gigantesco escritorio que estaba por demás ordenado y una biblioteca llena de libros gruesos. Nos dirigimos a la vitrina donde estaban las bebidas. De whiskys: J&B, Black Label, Chivas Regal, Wild Turkey Jim Bean, Ballantines. También había licores y aperitivos, Campari, Martini, y demás marcas desconocidas para nosotros. Todo de gran calidad y a nivel internacional; vodka finlandés, ginebra holandesa, ron guatemalteco, y hasta tenia una botella de mezcal mexicano aun sin abrir, con el gusanito flotando en el fondo de la botella. Miramos las botellas alucinados y estuvimos un instante meditando cual escoger, nos decidimos por el Wild Turkey, el nombre nos parecía muy significativo, y su color le daba apariencia de brebaje de cobre.
Así que echamos un poco de la pócima en la jarra y fuimos ala cocina a completar con jugo de naranja. Luego volvimos al patio y empezamos a jugar a las damas. Jugamos tres partidas, gané la última. Mi amigo dijo que se iba a pegar una ducha y que sus padres no volverían hasta las nueve. Yo me quede en el patio leyendo una revista.
Mi amigo me pegó un grito desde dentro de la casa. Fui a ver que quería. Me dijo que sobre la cocina había una bandeja con varios huesos y demás alimentos mezclados. Dijo que se los de a los perros. Tomé la bandeja que rebalsaba de comida vieja, panes duros y algunos huesos de pollo y fui al patio. Llegué al galpón que estaba en el fondo del patio y les acomodé la comida en un costado. Eran tres perras y un perro grande. Volví a sentarme donde estaba y seguí leyendo la revista.
En un momento escuché un graznido y ví que el perro estaba tomando a una de las perras por el cuello. Se están peleando por la comida ―pensé―. Tomé la manguera, abrí el agua y comencé a mojarlos mientras les gritaba. Los cuatro perros salieron corriendo y se metieron dentro del galpón. Cerré el agua y volví a sentarme. Mientras leía la revista, de reojo, observaba a los perros que ya habían salido del galpón y seguían comiendo. El perro mas grande les gruñía a dos de las perras, no las dejaba comer. Así que le pegué un grito y el perro comenzó a observarme, bajé la vista y seguí leyendo. Eche un trago a la jarra y encendí un cigarrillo. Una de las perras empezó a comer junto a su lado, este empezó a gruñir y le echó un tarascón en la pata, luego se lanzó sobre otra de las perras y comenzó a morderla. Me levanté de un salto y abrí la canilla, comencé a bañarlo. Salieron corriendo y entraron al galpón otra vez. Entre insultos yo le gritaba que las deje comer en paz. El maldito perro me observaba y me gruñía. Volví a mi asiento y salieron otra vez. «Que ni se te ocurra» grité al perro. Como si entendiera lo que le decía. No me hizo caso y se lanzó contra una de las perras, la más pequeña. Dos de las perras eran sus hijas. «Te la buscaste» dije. Eché un buen trago a la jarra y tomé una escoba que estaba apoyada contra la pared. Me paré junto al perro y empecé a decirle que se deje de joder. Tomé la escoba con las dos manos y como si fuera un palo de golf la lleve hacia atrás para tomar vuelo. Antes de que pueda tocarle un pelo ya tenía al perro abalanzándose sobre mí, salí corriendo y como pude le arrojé la escoba. Claro que no le pegué. Me subí a una mesada que estaba llena de herramientas y el perro se quedo ladrando y mirándome. Tomé una llave del 10 y se la arroje en la cabeza, le erré por un poco. Entonces se puso mas furioso, parecía que no se iba a ir más de ahí, pero como si nada dejó de ladrar y volvió a su sitio. Comenzó a atacar a los demás. No dejaba comer, ni a sus propias crías. Era un mal nacido. Me bajé de la mesada y tomé la manguera, abrí la canilla y empecé a mojarlo. Se metió adentro. Las otras tres perras se quedaron comiendo. Volví a sentarme. Salió el perro del galpón y comenzó a ladrar a las perras. Eché otro trago a la jarra, me levanté y en un reflejo vertiginoso caminé hacia donde estaba. El perro se dio vuelta, comenzó a gruñirme y se puso en posición de ataque. Me quedé mirándolo y le grite ¡cucha, cucha! Se dio vuelta y siguió comiendo. Así que me dije que ya era suficiente. Traté de no pensar y me lancé sobre él. Estaba por caer sobre su lomo, pero el maldito se corrió y caí sobre el piso, me golpeé el codo. Comenzó a ladrar junto a mi cara. Me incorporé aturdido y le dije que lo nuestro no había terminado. Volví a lanzarme sobre él, esta vez no le erré. Intenté tomarlo por la cabeza para que no me mordiera, pero se zafó y me tiró un tarascón en la muñeca. No llegó a clavarme los colmillos pero me hizo un raspón de diez centímetros. Volvió a ponerse en posición de ataque, yo también. Le lancé un escupitajo que dio directo en su nariz. Salto hacia mí. Traté de darle un puñetazo cuando estaba en el aire y me mordió la mano. Pegué un grito y retrocedí. Me miré la mano, y bajo los nudillos, en los dedos, tenia tres puntos de los cuales caían pequeñas lagrimas rojas. Ahora si tenia miedo.
El perro estaba descontrolado, entró al galpón y comenzó a morder a una de las perras. Entré yo también y me volví a arrojar sobre él, esta vez si pude sujetarle la cabeza, aunque no por mucho tiempo… Su cabeza se zafó de mis manos y con una precisión casi mecánica me mordió el brazo, entonces con el otro brazo intenté voltearlo al piso pero fue imposible. Tenía la fuerza de mil demonios. Con el brazo herido le lancé un puñetazo a la cara pero le di en el cuello. Me lanzó otro tarascón pero yerro por poco. Así que volví a arrojarle otra mano, pero esta fue directa al estomago. Dio un fuerte ladrido y con las dos patas delanteras me tiró al suelo. Quería morderme la cara pero yo me cubría con ambos brazos. Estaba a punto de creer que me mataba hasta que escuché un violento grito «¡Pancho!». ¡Menudo nombre le habían puesto!. «¡Pancho, cucha!» Era mi amigo que estaba parado en la puerta del galpón. El perro pegó un salto y se escondió en un rincón del galpón. Él muy cobarde no se atrevía a enfrentarse a su dueño. Mi amigo se acercó y me ayudó a reincorporarme. Me pidió disculpas y me preguntó que había sucedido. Le conté que el muy cabrón aparte de no dejar comer a los demás, casi se los come también. Volvió a pedirme disculpas y me dijo que no me tuve que haber metido. Le dije que de alguna forma tenia que calmarlo. En fin, me trajo un frasquito con un líquido rojo y me lo tiró sobre las heridas, tenía los brazos como un colador. Con un poco de vergüenza me dijo que ninguno de los perros estaba vacunado. «¿Y que? » dije «Vas a tener que ir a ver a un medico» me contestó. Casi me largo a llorar, me dolía mas ir al medico que las mordeduras en si. «No hace falta ―le dije― ya no me duele». «Pasa que estos perros son de la calle ―dijo― y nunca los llevamos al veterinario, no se que enfermedad puede tener». ¡Jo! Menudo rollo en que me había metido ―pensé. Los padres de mi amigo llegaron y él les contó lo sucedido. Me resistí pero fue en vano, me llevaron al hospital. Me pusieron vendas en las mordeduras y una vacuna antitetánica, yo tampoco estaba vacunado. Espero que ese cabrón se enferme ―pensé. El médico les dio la dirección del centro antirrábico a los padres de mi amigo y les dijo que lleven al perro para saber si tenía rabia o algún otro bicho.
Al otro día llevaron al perro. Cuatro días después ya estaban los análisis. El maldito tenía rabia. Me tenían que vacunar. Cuando hablé con la enfermera, muy amable por cierto, me dijo que me tenía que poner doce inyecciones en el lapso de doce semanas. «¡¿Doce?!» le dije. Me extendió una especie de receta con una dieta escrita. Nada de alcohol, nada de grasas saturadas, nada de azúcar y nada de nada. «Pero yo no quiero adelgazar» le dije. Sonrió y me dijo que era necesario para que el medicamento haga efecto en mi organismo.
Cumplí todo al pie de la letra, adelgace tres kilos y nunca mas me volví a meter con un perro.

Noviembre 2011

No hay comentarios.:

Publicar un comentario